Madre, yo quiero morir.

Day 3,068, 14:45 Published in Spain Australia by Maud Flanders
Escribo este relato para participar en el concurso de relatos de la Semana Republicana del PCeE. He procurado no añadir detalles de la vr, así que disfrutad con la lectura.

Tenía solo catorce años cuando el régimen político de mi país cambió. Mi mente joven y poco educada no alcanzaba a comprender la importancia de aquel momento histórico. Recuerdo escuchar a mi madre, viuda, llorar de la alegría mientras abrazaba la foto de mi padre, un valiente campesino de izquierdas que murió apuñalado en el transcurso de una huelga. No recuerdo mucho más de aquél día, salvo que nadie en todo el pueblo se quedaba quieto más de un minuto.

Los años han pasado. El entusiasmo inicial se ha convertido en el peor de los horrores. Con los diecinueve años recién cumplidos tuve que abandonar a mi madre, a mi pueblo y a mis amigos para defender mi sueño. En el camión que me llevaría hacia mi nuevo hogar, rodeado de mis nuevos compañeros, no pude evitar pensar en el motivo por el que iba a entregar la vida por mis ideales. Nada me producía más dolor que imaginar a mi madre abrazando una de mis fotos antiguas, sin saber cómo fue mi final. Con el paso de los días, empecé a dejar de lado mis sentimientos, pues eran una distracción que podría hacerme caer ante el enemigo. Pero no, realmente el miedo al final continuaba ahí. Cada día, cada hora, cada disparo o explosión lejana.

Los días continuaban pasando. Las trincheras ya eran mi hogar, y mis camaradas eran parte de mi. Era normal escuchar durante todo el día consignas y comentarios para aumentar nuestro ánimo. "Si muero, mis hijos se salvarán", repetía en voz alta cada día al despertar mi compañero Juan. Recuerdo pensar si, de seguir vivo, mi padre se encontraría junto a mi en el campo de batalla. No tenía mucho tiempo para mis pensamientos, ya que algunos de los más sabios de mis camaradas aprovechaban cualquier momento de tranquilidad para explicarnos la historia del mundo, hablar de teorías políticas y, más importante, recordar que la lucha obrera nos llevaría a un mejor futuro.

Pero por desgracia, el tiempo siguió avanzando. Tras dos largos años de lucha, muchos de nuestros camaradas ya habían caído por los campos de la tierra que tanto nos había dado. Poco entusiasmo quedaba ya, nuestra moral se hundía más y más cada vez que llegaban las noticias sobre conquistas del bando enemigo.

De nada nos sirven los lamentos,
el invierno pronto pasará,
llegará el día en que gritemos, todos contentos,
por fin la patria nuestra será.


Esta madrugada me tocó hacer la guardia. Nunca he sido de dormir demasiado tiempo, así que no me molestaba demasiado. A mi amigo Juan, sin embargo, la noche se le hacía eterna. Y no era para menos, su mujer no había respondido aún la carta que él mandó hace varias semanas, y su pueblo fue conquistado recientemente. Nunca llegaré a comprender su sufrimiento, pues mi madre continuaba recibiendo mis cartas y enviando como respuesta sus mejores palabras.

Decidí hablar con Juan sobre el futuro de la república. Él, animado e ilusionado, me respondió que nos recuperaríamos, que saldríamos de la guerra como un único pueblo unido, soberano y libre. Estuvimos hablando durante horas, casi soñando despiertos. Cuando la luz del alba comenzaba a bañar las montañas cercanas, una bala atravesó el pecho de Juan. Clavó su mirada en mi, con los ojos ya vacíos, y mis lágrimas comenzaron a derramarse.

La que parecía una noche tranquila se convirtió, repentinamente, en la peor de mis pesadillas. Agarré el fusil lo más rápido que pude. Apunté con él hacia la maleza. Al tiempo que disparaba, una luz iluminó su rostro. Era mi amigo José, compañero de la escuela, con quien yo jugaba a soldados y trincheras. Al verlo, no pude articular palabra ni mover mis músculos.

Abrió fuego. Su bala impactó en mi pierna derecha. Traté de escapar entre los árboles cercanos, pero José me seguía. Mientras trataba de no caer al suelo, no podía explicarme cómo pudo haberme disparado. ¿No me reconocía ya? No había pasado tanto tiempo desde la última vez que bebimos en las fiestas del pueblo. ¿Sus ideas eran lo suficientemente fuertes como para matar a un amigo? No, no podía creer en esa posibilidad. Escuché gritos, eran más de ellos, y se acercaban peligrosamente rápido. Sin posibilidad de escape, decidí esperar mi destino sentado bajo un árbol.

Madre, lo siento. No quiero tu sufrimiento, por eso he luchado por un mundo mejor. Madre, perdóname.

Vi a José a escasos metros, fusil en mano, dirigiéndose hacia mi. Cerré los ojos, pensé por un momento en Juan y mis camaradas caídos. ¿Era necesario todo ese sufrimiento? Los hijos de Juan ya no lo volverían a ver, al igual que yo no pude disfrutar de mi padre. No hay motivo que lleve a un humano a matar a otro, o eso creí entender en mis últimos momentos. Ninguna ideología me haría disparar al que fue mi amigo, bajo ningún concepto voy a matar a José.

Madre, yo quiero morir. Ya estoy harto de esta guerra.

Y José llegó hasta mi.